Dirección: Markus Schleinzer
País: Austria
Año: 2011
Sinopsis: Michael es un agente de seguros aparentemente tranquilo, pero tiene un secreto: tiene secuestrado a un niño de 10 años, encerrado en su sótano. La cinta es una crónica de 5 meses, un tenso retrato de cómo vidas aparentemente mundanas pueden esconder secretos oscuros. Basado en el caso Natascha Kampusch, la niña vienesa que vivió secuestrada ocho años en un ático.
Pocas veces el cine se ha adentrado a tocar el tema de la pederastía y cuando lo ha hecho, los enfoques han ido desde los lugares comunes: el pederasta es un monstruo (La duda/The Doubt, John Patrick Shanley, 2008, y Secretos íntimos/Little Children, Todd Field, 2006), el infante es precoz y provocador (Lolita, en sus dos versiones: Stanley Kubrick, 1962, y Adrian Lyne, 1997), hasta aquellas que bosquejan los ángulos más controvertidos, como Zona de guerra (War Zone, Tim Roth, 1998), Happiness (Todd Solondz,1998), la mexicana Agnus Dei (Alejandra Sánchez, 2011) y LIE (Michael Cuesta, 2001). Resulta más fácil encontrar el tema en los periódicos y noticieros, la razón es simple: ocurre.
Michael, ópera prima de Markus Schleinzer, con guión de él mismo, basado en el caso Natascha Kampusch, la niña vienesa que vivió secuestrada ocho años en un ático, y con eventos tomados de periódicos austriacos y alemanes, hace de su trama algo verdaderamente siniestro, al describir escenas que el ojo de la cámara se empeña en retratar como algo simple, y que resultan inquietantes.
La narración es elemental y muy directa, la cinta alude a los últimos meses de la relación tormentosa entre estos personajes. Ese es uno de sus mejores logros, la entrada es severa, directa y escalofriante; gracias al frío manejo de lo cotidiano, logra construir el enfrentamiento desigual entre dos seres, dejándonos muy claro que el monstruo que alimenta y cuida al niño del que abusa, también es humano.
Los movimientos de cámara, debidos a Gerald Kerletz, optan por tomas estáticas sobre las que el encuadre adquiere movimiento, en la medida en que el espectador sigue las rutinas de Michael y de su “protegido”. La parsimonia de las rutinas muestran que el hombre lo tiene todo arreglado, ordenado, organizado, ha aprendido a no llamar la atención; de hecho, verlos juntos y a distancia realizar actividades conjuntas da una impresión diferente y eso resulta siniestro. La descripción rutinaria se sostiene porque la narración, de tan neutra, se vuelve poderosa, áspera sin necesidad de ser mórbida. No hay culpas ni redenciones, porque la simpleza mueve a la reflexión: hablar de pedofilia no tiene vuelta, es enfermizo, es criminal, aunque el victimario tenga toda la apariencia de honorabilidad y respetabilidad.
Uno de los mayores logros de la película es darle al pedófilo un rostro y sentimientos que lo humanizan, al grado de que ese rostro que vemos atendiendo llamadas telefónicas y sacando copias en su trabajo, sirviendo displicentemente a sus compañeros, termina por desaparecer para convertirse en el de cualquiera, y pasa de lo inquietante de su despersonalización a lo escandaloso del silencio social, aquello que las sociedades se empeñan en acallar, en no revelar, dos caras de un sistema social con sus problemas escondidos en el sótano. El final es apabullante. A pesar de todo, la película no resulta fácil de ver, provoca incomodidad en algunos espectadores.
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