Dirección: Theo Angelopoulos
País: Grecia
Año: 1998
Reparto: Bruno Ganz, Isabelle Renauld, Fabrizio Bentivoglio, Achilleas Skevis
Premios: Palma de Oro (Festival de Cannes 1998)
Cuando a Alexander, un escritor griego, le quedan pocos días de vida, necesita resolver un dilema: morir como alguien ajeno a los demás o aprender a amarlos y a comprometerse con ellos. Elegida la segunda vía, lee las cartas de Anna, su esposa fallecida, y cierra su casa en la playa. Un día lluvioso, encuentra a alguien que le ofrece la oportunidad de cumplir su compromiso: un niño albanés al que ayuda a pasar la frontera mientras le cuenta la historia de un poeta griego que vivió en Italia y que, al regresar a Grecia, compraba las palabras olvidadas para escribir poemas en su lengua natal. Entonces el niño juega a buscar palabras para vendérselas. (FILMAFFINITY)
“La eternidad y un día” es una gloriosa ejemplificación de todo el cine de Angelopoulos, que en 1998 fue coronada en Cannes con una Palma de Oro asignada bajo la rendida armonía de un jurado que votó con unanimidad y que sancionaría para siempre al cine de este cineasta griego con un éxito para recordar.
Si hay un recurso habitual en el cine de Angelopoulos es el de los viajes, que sus protagonistas experimentan en todas las fases, condiciones y niveles posibles: viajes interiores, autobiográficos, históricos, geográficos, culturales, de vida… y a menudo todos a la vez. “La eternidad y un día” narra la historia del último día de Alexandre antes de ingresar en un hospital para vivir, presumiblemente, los últimos días de su enfermedad. En ése día singular que sigue a la eternidad de su vida pasada, Alexandre se confiesa a sí mismo haber sido siempre un poeta exiliado de su propia vida, siempre en fuga, siempre viviendo sus viajes y desconectando de su esposa Anna, de su hija y del resto de la familia para encontrar lo que vive más allá de su refugio familiar, entregado a la fe de una promesa de viajero y explorador. En el día que sigue a la eternidad, Alexandre comprende la añoranza vivida por quienes le amaron, el valor de cuanto pudo haber vivido a través de los demás y la desesperación de quiénes se resignaron a verle siempre marchar y estar sin estar.
Desde este punto de vista, Angelopoulos nos propone una historia que condena de partida la vida solitaria del viajero inconformista, de quién construye la esencia de su existencia sumando capa tras capa de vivencias exiliadas, siempre lejos de casa, abocando tal voluntad intrépida al fatalismo último de un innegable arrepentimiento. Alexandre, que dedica su vida a esa búsqueda inabarcable, termina sus días sumergido en la desagradable sensación de que todos sus proyectos han quedado incompletos, comenzando por algunos de sus proyectos poéticos, pero también las grandes historias emocionales de su vida. Para comprobarlo, baste recordar que su esposa murió tiempo atrás, enamorada, anhelando un día más de su compañía; o que su hija le ha suplantado por su insensible esposo y ya no guarda con él una relación de valor. Alexandre siente que esa búsqueda de lo que siempre sigue a lo anterior le alejó en exceso no sólo de su propia casa y de su familia, sino de sí mismo. Puede que una de las ideas más potentes de la película sea la de ese exiliado que tanto caminó que cuando volvió a su país ya no conocía la lengua. De los viajes se dice siempre que pueden tener un efecto transformador y que producen una evolución interior cualitativa que nos devuelve diferentes a los que fuimos, que ya no podemos “bañarnos de nuevo en el mismo río”.
Ya no sorprende citar a Angelopoulos como uno de los grandes demiurgos del imaginario más potente del cine europeo. En sus películas, no es extraño que su “escritura” fílmica, dicha esta expresión desde la jerga propia de la llamada “Teoría del Texto” de González Requena, incluya pasajes en los que sentir el trazo imaginativo, poético y contundente de un cineasta acostumbrado a crear imágenes imposibles de olvidar.(Fragmento de la reseña escrita por Ricardo Sánchez).
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